«Vine para morir, lo verán en televisión»: el plan fallido del primer hombre que intentó asesinar a John F. Kennedy con un coche bombaPor Alberto Amato
Se arrepintió en el último segundo. Su plan era estrellar su auto, cargado con siete cartuchos de dinamita y con un sencillo mecanismo de encendido, contra el auto de su víctima. Morirían los dos, morirían todas las personas que estuviesen cerca, y él, Richard Paul Pavlick, se hubiese convertido en un magnicida y en el primer terrorista en usar un coche bomba como medio para alcanzar su fin. En aquellos años, un coche bomba era impensable.
Aquellos años eran los inicios de los que iban a ser, y no fueron, los gloriosos 60. En la mañana del domingo 11 de diciembre de 1960, Pavlick pensaba asesinar al flamante presidente electo de Estados Unidos, John F. Kennedy, que pasaba unos días de descanso en Palm Beach, Florida, después de una agotadora campaña de 312 días que le habían valido ser electo presidente sobre su rival, Richard Nixon, entonces vicepresidente de Dwight Eisenhower. Pavlick fue el primer hombre que quiso asesinar a Kennedy, que murió baleado tres años después, el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas.
El atentado frustrado contra Kennedy se conoció días después, cuando Pavlick, que tenía entonces setenta y tres años, fue apresado por la policía cuando seguía los pasos del presidente electo y buscaba la manera de matarlo, después de su intento arrepentido de aquel domingo. La historia pasó casi inadvertida hasta hoy, cuando un libro la rescata y la expone: “The JFK Conspiracy – The secret plot to kill Kennedy and Why it Failed – La conspiración contra JFK – El complot secreto para asesinar a Kennedy y por qué falló”, de Brad Meltzer en colaboración con Josh Mensch.
¿Qué llevó a Pavlick a desistir de asesinar a Kennedy ese domingo 11 de diciembre? Todos los Kennedy necesitaban descanso en Miami. El presidente electo por su campaña, y su mujer, Jacqueline Kennedy, necesitaba sobre todo de la calma y del sol, invernal pero sol al fin, de Florida: el 24 de noviembre, después de un parto difícil, había dado a luz al segundo hijo de la pareja, John-John Kennedy.
Ese domingo, Kennedy, que fue el primer presidente católico de Estados Unidos, tenía decidido ir a misa en la Iglesia de San Eduardo, en Palm Beach, parte de una institución que colaboraba con los católicos del Estado desde 1920. Pavlick lo sabía. Había inspeccionado el templo días antes para saber si le sería más fácil atentar contra Kennedy en ese ámbito silencioso, recogido y en penumbras, iluminado apenas por cirios. Desistió. Detonar una bomba en medio de una misa implicaba matar a inocentes y Pavlick pretendía sólo matar a Kennedy: era un asunto personal entre él y el presidente electo. Decidió entonces esperarlo en la puerta de la mansión donde vivía por esos días la familia presidencial y donde se delineaban los nombres de quienes iban a integrar el nuevo gobierno que asumiría en enero de 1961. Cuando Kennedy subiera a su auto, custodiado por el Servicio Secreto, Pavlick lo embestiría y accionaría el mecanismo de encendido de la dinamita.
Pero aquel domingo, Kennedy salió a la puerta de su casa acompañado por Jacqueline y por Caroline, la hija mayor de la pareja que entonces tenía tres años. La escena familiar hizo que Pavlick diera marcha atrás con su intención criminal: esperaría una mejor oportunidad. El episodio, que se descubrió días más tarde, no figura casi en las biografías de Kennedy. Sí, en cambio, lo cita Arthur Schlesinger, en su libro “A Thousand Days – John Kennedy en la Casa Blanca – Mil Días – John F. Kennedy en la Casa Blanca”. Schlesinger era entonces un hombre de confianza de Kennedy, tenía cuarenta y tres años, la misma edad que el presidente electo, era uno de sus principales consejeros y un brillante historiador: lo consideraban entonces, y lo consideraron después, uno de los representantes más importantes del liberalismo estadounidense en los años de la Guerra Fría.
Cuenta Schlesinger en su libro, que ganó el Premio Pulitzer en 1966: “Un domingo de diciembre, a la mañana, un hombre llamado Richard P. Pavlick, estacionó su auto frente a la casa de Kennedy para esperar que el presidente electo saliera para ir a misa. Había cargado su auto con siete cartuchos de dinamita, y su idea era estrellarlo contra el auto de Kennedy y pulsar el botón que desataría la explosión. Una carta que le hallaron luego decía: ‘Creo que los Kennedy compraron la Presidencia y la Casa Blanca y hasta que él se convierta en presidente, mi intención es evitarlo de la única manera que tengo para hacerlo’. Cuando Kennedy estuvo listo para dejar la casa –sigue el relato de Schlesinger– Jaqueline y Caroline salieron a la puerta con él para decirle adiós. Pavlick, de repente, decidió que no quería matarlo frente a su mujer y a su hija y resolvió también dejarlo para más tarde. Aunque el Servicio Secreto había recibido desde New Hampshire el aviso de que un tal Pavlick era una amenaza para el presidente electo, no supieron nada hasta el miércoles 14, cuando descubrieron que Pavlick realmente había viajado a Palm Beach. De inmediato lo buscaron por toda la ciudad y lo detuvieron al día siguiente”.
El libro de Meltzer y Mensch echa luz, entre otras cosas, sobre quién era Pavlick, cuáles eran sus motivaciones para matar a Kennedy y qué pasó luego con su vida. El tipo era un desesperado. Es posible también que tuviese serios problemas mentales, que anduviera por la vida algo tronado y desnortado. Al contrario de quienes habían atentado con o sin éxito contra los presidentes estadounidenses, desde John Wilkes Booth, que asesinó a Abraham Lincoln en 1865, hasta Ryan Routh que el pasado 13 de julio atentó contra Donald Trump y lo hirió en la oreja derecha, pasando por Lee Harvey Oswald que mató a Kennedy en 1963, aunque las dudas sobre su autoría persisten, Pavlick no era joven. Los autores de “The JFK Conspiracy…” se enorgullecen de haber escrito el primer libro completo sobre Pavlick y sobre su atentado fallido. Pavlick había nacido en New Hampshire en 1887, había pasado un corto período en el ejército y combatió en la Primera Guerra Mundial. El resto de su vida lo pasó como empleado de correos de Boston, la ciudad natal de Kennedy.
Mostró siempre rasgos paranoides que no eran muy tenidos en cuenta en la época: lo describían como un tipo raro. Sintió, o dijo sentir, que Estados Unidos estaba bajo la amenaza de una potencia extranjera, era de alguna forma un fanático religioso y, ya en 1955, intentó formar una organización de veteranos de guerra exclusiva para protestantes, sin participación de católicos ni judíos.
Pavlick tenía aversión hacia los Kennedy y afirmaba lo que era un secreto a voces: el patriarca de la familia, Joseph Kennedy, invertía mucho dinero en la campaña presidencial de su hijo. Esto lo sabía hasta el rival electoral de Kennedy, Richard Nixon, y todo el partido demócrata. Una anécdota acaso simpática, pero en todo caso reveladora, está narrada en “1960 – Countdown – 1960 – Cuenta regresiva”, que relata día a día las campañas electorales de Kennedy y de Nixon. En sus páginas, el periodista e historiador Chris Wallace cuenta que Raymond Chafin, el jefe político demócrata del condado de Logan, en West Virginia, que estaba por celebrar sus elecciones primarias, pidió dinero a los operadores de campaña de Kennedy. Le preguntaron cuánto necesitaba y el tipo dijo “thirty-five”, porque necesitaba tres mil quinientos dólares. Le mandaron treinta y cinco mil. Cuando quiso enmendar el error le dijeron que se quedara con los treinta y cinco mil y le diera un buen uso. Otro caudillo demócrata del condado, Claude “Big Daddy” Ellis, también recibió cincuenta mil dólares, una pequeña fortuna de la época, y no pudo evitar lanzar una broma: “Kennedy no está comprando West Virginia: la está alquilando por un día”. El de las primarias.
Pavlick pasó de Boston a Belmont, New Hampshire, su ciudad natal; trabajó en el correo a las órdenes de Thomas Murphy, un funcionario que tendría vital importancia en esta historia. Según Murphy y varios de sus vecinos, Pavlick era un hombre que parecía siempre molesto, “un quejoso crónico”. Meltzer y Mensch ponen las actitudes de Pavlick en un contexto político y cultural más amplio. Citan el odio del grupo racista Ku Klux Klan hacia católicos, judíos y afroamericanos; revelan que el pastor evangelista Billy Graham intentó, a través de sus sermones y con otras maniobras “non sanctas” frustrar la candidatura de Kennedy. Y citan al reverendo Norman Vincent Peale, uno de los más famosos predicadores de New York, autor de “El poder del pensamiento tenaz” que había declarado: “Ante la elección de un católico, nuestra cultura está en juego”. Los textos del reverendo Peale tuvieron, y acaso tengan aún, una fuerte influencia en las ideas del hoy presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Kennedy debió sortear en campaña los reparos de gran parte de la política americana que lo señalaba como un católico que, como presidente, iba a aceptar las instrucciones del Papa de Roma. Tuvo que desmentirlo más de una vez de manera formal y, también más de una vez, con el sarcasmo al que era tan afecto: “Qué extraño. Cuando me incorporé a la Marina para luchar contra los japoneses en el Pacífico, no me preguntaron cuál era mi religión”.
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