“Nunca hizo tanto frío (o tanto calor) como ahora; el de X fue el mejor (peor) gobierno de la historia: la mitad de la biblioteca dice una cosa, la otra mitad lo contrario”.
No conozco a ningún periodista que, antes de afirmar lo consignado en el párrafo anterior, primero haya consultado los registros históricos de la temperatura; o haya definido con precisión cómo determinar cuál fue el mejor o peor gobierno de la historia para, luego de buscar los datos, afirmar que fue el presidido por X.
Pero hoy me quiero ocupar de la tercera afirmación porque, si fuera literalmente cierta, yo propondría cerrar las bibliotecas, al menos como herramienta para entender lo que ocurre, para poder actuar en consecuencia.
Desconfío de aquellas bibliotecas cuyos libros dicen todos lo mismo, pero la culpa no es de las bibliotecas, sino de sus dueños. Temerosos, supongo, de que la lectura de La teoría general los convierta en keynesianos fanáticos o, peor aún, que la proximidad física, en un estante, contagie de errores a los Principios de economía y tributación, de Ricardo; o al Ensayo sobre la población, de Malthus.
La clave, insisto, no está en las bibliotecas, sino en las cabezas de los lectores. Los libros que resistieron el paso del tiempo merecen ser leídos y releídos. ¿Cuántas otras novelas de caballería fueron publicadas en 1605, cuando vio la luz El quijote de la Mancha? De la misma manera que “Gardel cada vez canta mejor”, con cada relectura de los grandes libros de economía vuelvo a aprender. Porque el texto es el mismo, pero yo soy diferente.
Los libros enseñan, entretienen y también inspiran. La aplicación de su contenido a la realidad actual es una actividad de los lectores. La cual no es meramente mecánica, aunque ayude la inteligencia artificial; porque si lo fuera, bastaría con meter todo lo que se sabe en una computadora, formulando preguntas relevantes y esperando la correspondiente respuesta operativa.
Basta, entonces, de clasificar los libros que hay en una biblioteca entre una postura y la contraria. Concentrémonos en lo que importa: poner los textos al servicio de la comprensión y la acción concretas. Lo cual requiere pensar. Paul Sweezy le rindió a Joseph Schumpeter el mejor homenaje imaginable cuando al enterarse del fallecimiento de este último dijo: “a Schumpeter no le importaba lo que pensábamos, ¡mientras pensáramos!”.
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