Suele creerse la idea de que los “nuevos” populismos son lectores asiduos de Antonio Gramsci. Lo que asocia a Gramsci con los primeros es la cuestión de la batalla cultural y la construcción del sentido común, que claramente no son temáticas exclusivas de los populismos, más bien corresponden a todo proyecto político y, en consecuencia, a todo proyecto de poder (por ello Gramsci).
Posiblemente uno de los pocos consensos en la teoría política respecto a la categoría “populismos” es que estos se caracterizan por la construcción de un pueblo, una comunidad.
En general, basándonos muy por arriba de la teoría de Ernesto Laclau, podemos decir que el populismo es un proyecto político volcado a representar demandas variadas, divergentes, bajo símbolos y premisas que refuerzan la unión de los disgregados.
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Por otra parte, la batalla cultural es el conjunto de los procesos donde se formula un nuevo sentido común (del pueblo incipiente), que se vuelve hegemónico en contraposición del sentido común del “antiguo régimen”.
Sin embargo, para que lo anterior sea válido y suceda, debemos suponer que el populismo (u otro) tiene la capacidad latente de convertirse en el gran arquitecto del sentido común, que supuestamente lo haría con las herramientas del Estado.
Pero Gramsci escribió hace un siglo donde la sociedad aparentemente estaba desordenada, nuevos regímenes intentaban darle cierto orden (como el fascismo) y donde no existían las redes sociales (estas últimas no pueden ser despreciables en cualquier análisis social).
¿Quién tiene más capacidad de construir sentido común en el segundo cuarto del siglo XXI, el Estado o los algoritmos? ¿Los partidos políticos, las instituciones religiosas, los clubes sociales y deportivos o X (ex Twitter)? Sólo basta corroborar cuánto tiempo de nuestras vidas pasamos frente a una pantalla consumiendo contenidos varios.
¿Es posible construir un (1) sentido común que aglutine a una cantidad de personas o es más factible que estas personas construyan sus sentidos comunes?
No es novedad que las redes sociales no nos “muestran” lo mismo a todos. Es decir, un argentino y un sueco no consumen los mismos contenidos, pero tampoco un jujeño que un cordobés; ni siquiera consume lo mismo un porteño treintañero que vive en Puerto Madero que un veinteañero que vive en Chacarita. Y totalmente distinto si empezamos a diferenciar por cuestiones como el género, el poder adquisitivo, estudios alcanzados, etcétera. Sin embargo, el cordobés, el jujeño, los porteños y el sueco creen que lo que consumen es “la realidad”.
Pero esto no se agota aquí. No es un dato menor que los populistas (y particularmente los que llamé tecnorreaccionarios) utilicen las redes sociales como medio para “llegar” a los ciudadanos.
Sin embargo, no debemos olvidar que los usuarios tienen capacidad para “adiestrar” a los algoritmos, es decir, tenemos capacidad de agencia en las redes sociales.
En conclusión, existe una relación asimétrica de poder entre líder y ciudadano/usuario, pero no es menos importante la capacidad de acción y elección que tiene el segundo a la hora de seleccionar qué consumir.
A lo anterior lo debemos reforzar con la volatilidad de las preferencias de los usuarios, característica que las empresas hace años empezaron a notar. En otras palabras, la modernidad líquida en la que estamos inmersa (Zygmunt Bauman).
Cabría reflexionar acerca de por qué las empresas captan mejor las preferencias de sus consumidores que los partidos políticos respecto a sus potenciales votantes. ¿Acaso las empresas se adaptan mejor a los cambios repentinos de las preferencias?
En síntesis, es utópico creer que los futuros proyectos políticos logren construir un único sentido común. En materia de representación, probablemente los proyectos de los nuevos populismos (a diferencia de las experiencias del pasado) mantengan vivos varios sentidos comunes, incluso contradictorios entre sí. Recordemos que hoy los usuarios tienen la posibilidad de consumir cualquier cosa. Sólo basta poner de ejemplo el régimen chino, muy interesado en la idea de “control social”, pues los usuarios chinos suelen sortear las restricciones del régimen en las redes sociales.
No es utópico que en una sociedad convivan diversos sentidos comunes y que cada uno dispute su espacio (competencia); de hecho, sucede desde las primeras civilizaciones. Lo paradójico es que en el poder los populismos siempre tendieron a concretar un sentido común. Dicho de otro modo, el pasaje de los populismos de representar demandas disgregadas de la sociedad a gestionar la vida en sociedad implicó la construcción de un sentido común unívoco, ya sea de manera hegemónica (el peronismo, por ejemplo) ototalitaria (el fascismo). Difícilmente, aunque encontremos similitudes, los populismos del segundo cuarto siglo XXI sean iguales a sus antepasados en este sentido.
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