La huella del genocidio que el nazismo no pudo borrar y los soldados soviéticos hallaron al liberar AuschwitzPor Alberto Amato

Cuando la helada tarde del 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas entraron a Auschwitz, no sabían lo que era aquello y no pudieron creer lo que hallaron. Frente a sus ojos se alzaban apenas siete mil presos famélicos, esqueléticos, desahuciados, que casi no podían mantenerse en pie, desnutridos, castigados por las enfermedades, carcomidos por la peste, envueltos en raídas ropas a rayas verticales, ateridos por el invierno; hallaron también, en medio de un hedor insoportable, más de seiscientos cadáveres sin enterrar y las ruinas humeantes de uno de los hornos crematorios que, horas antes de la llegada de los soldados rusos, había sido volado por las SS de Adolfo Hitler en un intento de borrar lo que era ya imborrable, la huella de un genocidio, y de emprender una retirada veloz hacia la derrota final.

Las tropas rusas, muchos eran jóvenes soldados de reemplazo de los veteranos caídos después de tres años y medio de lucha contra el nazismo, descubrieron con espanto otro rastro que tardaron algo en identificar y más tiempo en creer: montañas de cenizas humanas que ni habían sido enterradas, ni habían sido dispersadas por el viento helado. Un par de días después, un registro veloz y precario cifró lo que no había sido inventariado por los rusos, pero había quedado grabado a fuego en sus ojos: 368.820 trajes de hombre, 836.244 vestidos y abrigos de mujer, 5.525 pares de zapatos de mujer, 13.964 alfombras, infinidad de ropa de chicos, de cepillos de dientes, de dentaduras postizas, de ollas y cacerolas y, en un depósito especial, una inmensa cantidad de pelo humano.

Había más que todo ese horror revelado. Sobre los rieles de las vías que llegaban al campo, había doce vagones repletos de cochecitos para bebés, listos para ser enviados a Alemania. El joven teniente Vasily Gromadsky, del 472 Regimiento del Ejército Rojo, describió la reacción de sus soldados que, al final de aquel día de espanto, habían formado un semicírculo alrededor de uno de los crematorios: “Algunos sollozaban, otros estaban en silencio, todos estaban rígidos…”.

Aquello era Auschwitz. Y no era todo.

Hoy, cuando se cumplen ochenta años de la liberación de aquella fábrica de muerte, los dignatarios de casi toda Europa enfrentarán la entrada de Auschwitz y guardarán silencio, como los soldados rusos ante los crematorios, en recordación del Día Internacional de Conmemoración de las víctimas del Holocausto. Participarán de la ceremonia los reyes de Inglaterra, España, Dinamarca, Países Bajos y Bélgica; las casas reales de Suecia, Noruega y Luxemburgo y presidentes, primeros ministros de veintiún naciones y las autoridades del gobierno polaco, que fue mancillado por los alemanes con la instalación de ese y otros campos de la muerte. Será a las cuatro de la tarde, hora de Europa, bajo el cartel de hierro forjado, la esencia de la impostura nazi, que era lo primero que veían los condenados que llegaban deportados en los trenes: “Arbet Macht Frei – El trabajo los hará libres”.

Ese cartel fue también lo primero que vieron las tropas rusas que liberaron Auschwitz después de combatir con los SS en retirada. Quedaron varios oficiales nazis que se entregaron a los soviéticos y fueron todos fusilados al día siguiente de descubierto aquel gigantesco complejo industrial dedicado a asesinar seres humanos. El resto había huido en una retirada infernal con los prisioneros que aún podían caminar: los que caían en el viaje, eran asesinados.

Los nazis empezaron a desmantelar sus campos de concentración instalados en Polonia a medida que el Ejército Rojo avanzaba hacia Berlín. En Auschwitz, después de un levantamiento de prisioneros judíos en el otoño de 1944, el horror se intensificó, si eso era posible. Todavía quedaban sesenta y cinco mil prisioneros de diferentes nacionalidades, casi todos judíos, que colmaban los tres principales campos de la muerte y sus numerosos campos subsidiarios.

Ya entrado enero de 1945, con el avance del Ejército Rojo en Polonia, el escape de Auschwitz se montó con gran rapidez y enorme improvisación; mientras, de la misma forma, las SS intentaban borrar las huellas de la matanza. En su biografía de Hitler, el historiador Ian Kershaw cita una nota que dos prisioneros escribieron antes de la estampida alemana: “Ahora estamos sufriendo la evacuación. Caos, pánico entre las SS. Están borrachos. (…) Las intenciones cambian de hora en hora, ya que no saben cuáles órdenes van a recibir. (…) Este tipo de evacuación significa la aniquilación de la mitad de los prisioneros, por lo menos”.

Desde el 17 de enero, largas columnas de prisioneros dejaron Auschwitz custodiados por la SS en una marcha forzada de más de doscientos cincuenta kilómetros. Cerca de cincuenta y seis mil salieron a pie, otros dos mil quinientos fueron enviados a Alemania por tren, ya sobre el final de la evacuación. El destino de todos era el de otros campos que se habían alzado en territorio alemán como los de Mathausen, Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen. Quienes no pudieron siquiera iniciar la marcha hacia Alemania, fueron fusilados en los campos vecinos a Auschwitz. Ya en camino, quienes se desplomaban, incapaces de seguir un ritmo de marcha agotador, eran ejecutados a balazos. Uno de los sobrevivientes contó luego: “Era como si dispararan contra perros callejeros. No les importaba nada y disparaban en todas direcciones, sin ninguna consideración. Veíamos la sangre en la nieve blanca y seguíamos caminando”.

Quienes no morían en las
Quienes no morían en las cámaras de gas y de inmediato, podían morir, y morían, con el correr de las semanas por la peste, el hambre, los castigos, las ejecuciones arbitrarias, se suicidaban (Grosby)

El complejo albergaba a tres campos principales: Auschwitz I, que servía como una especie de centro administrativo de aquel complejo de la muerte, en el que fueron asesinados setenta mil polacos, en su mayoría intelectuales, profesores universitarios, sacerdotes y militares, y los primeros prisioneros soviéticos caídos luego de la invasión alemana a la URSS en junio de 1941. El segundo de los campos era Auschwitz II-Birkenau: allí fueron asesinadas la mayor parte del millón y medio de personas, casi todas judías, deportadas de los países europeo bajo dominio nazi. Es Auschwitz-Birkenau el que se menciona siempre como Auschwitz para simbolizar el espanto. Auschwitz III era un campo de trabajo esclavo en beneficio del conglomerado químico alemán IG Farben. En el complejo funcionaban además treinta y nueve campos subsidiarios.

Auschwitz tuvo tres jefes bajo las órdenes de la cabeza de las SS y mano derecha de Hitler, Heinrich Himmler, responsable de la administración y destino de todos los campos de concentración del Reich. El primero de los jefes fue Rudolf Höss, que manejó Auschwitz desde sus inicios hasta el verano de 1943. Le siguieron Arthur Liebehenschel y Richard Baer, en la etapa final de la evacuación. Höss fue capturado por los aliados, declaró en el juicio de Núremberg a los jerarcas nazis y luego fue juzgado por los polacos y condenado a muerte: lo ahorcaron en 1947, frente al crematorio de Auschwitz I. Liebehenschel también fue juzgado por un tribunal polaco y ahorcado en 1948. Baer vivió en Hamburgo bajo una identidad falsa. En los años 60 fue reconocido y arrestado. Se suicidó en prisión en 1963, antes de ser juzgado.

La “industrialización de la muerte” en Auschwitz creció y se perfeccionó a partir de la Conferencia de Wannsee, de enero de 1942, en la que la jerarquía nazi concluyó que era necesario asesinar a toda la población judía de Europa, cerca de once millones de personas. Ese plan criminal fue conocido como “solución final al problema judío”. También la invasión alemana a la URSS proporcionó una gran cantidad de prisioneros rusos a los que el estado alemán no pensaba alimentar, sino ejecutarlos.

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