La historia de amor e infidelidad entre las góndolas de un supermercado de un encargado de edificio y su cajera favorita Por Cynthia Serebrinsky
En la ciudad de Córdoba, donde las siestas parecen detener el tiempo y los edificios de la vieja escuela todavía dominan el horizonte, se entrelazan historias de esas que uno no espera, pero que, con el tiempo, marcan la vida de quienes las viven. La historia de Mariel y Miguel comenzó de una manera que bien podría pasar inadvertida, pero para ellos, fue el principio de algo que lo cambiaría todo.
Rondaba el año 2007, cuando Mariel trabajaba como cajera en el supermercado Buenos Días de la calle Chacabuco, en la zona céntrica de Córdoba Capital. Tenía 28 años, pero su modo sumiso y algo contenido, mostraba la fragilidad de una joven que, aunque sonreía todo el tiempo, todavía no había encontrado su lugar en el mundo, “ni el amor verdadero”. Cada día, entre las charlas de los clientes y el ruido del scanner, la cordobesa soñaba en secreto con algo diferente. “Veía tantas caras y escuchaba tantas historias y, en silencio, le pedía al cielo que me deje vivir mi propia historia de amor”, esboza con una dulzura que conmueve. Anhelaba algo más que una vida entre góndolas repletas de productos de limpieza y paquetes de galletitas a medio abrir. “Quería mi propia casita de Hansel y Gretel”, explica formando una torre con las manos para indicar sus deseos de cariño.
A veces, al final del turno, caminaba por las calles empedradas del centro, con la cabeza llena de pensamientos dispersos. Se sentaba en una de las plazas cercanas, mirando las fuentes de agua que la refrescaban con su murmullo, mientras el sol se iba ocultando detrás de las sierras. Le gustaba pensar en lo que podría ser, aunque no sabía por dónde empezar. Nunca había dejado de imaginar al hombre de sus sueños, pero jamás pensó que lo encontraría en alguien, literalmente, “a la vuelta de la esquina”.
Miguel, por otro lado, aparentaba una década más de los 41 años que tenía. Un hombre de silueta robusta, pero de ojos tranquilos. Su trabajo como encargado del edificio a la vuelta del Buenos Días de Chacabuco, lo mantenía ocupado gran parte del día, pero a pesar de levantarse al alba para baldear las veredas, recolectar la basura y repartir la correspondencia a cada vecino, él siempre se las arreglaba para tener un momento para sí mismo. En sus 13 años más que Mariel, Miguel había pasado por varias etapas. Se había casado una vez, pero el amor se había esfumado con el tiempo, dejando un vacío que creyó irremplazable.
“Aquel hombre se convertía, poco a poco, en algo más que un simple cliente. Cada vez que me veía, sentía sus ojos fijos en mí, pero no de manera invasiva. Era una mirada de admiración, como si en mí hubiera algo que lo cautivara. Sólo venía a comprar para que yo le cobrara, como si mi presencia fuera la razón detrás de cada uno de sus pasos hacia mi caja”, revela Mariel con más ternura que soberbia hablando de los días en que él la “fichaba”. De vez en cuando el encargado se animaba y le lanzaba algún “piropo” bastante explícito: “Quiero tener 100 hijos con vos”, le dijo una vez mientras guardaba el cambio que ella le devolvía de su compra.
Y así fue como un día, cuando el ruido de las cajas registradoras resonaba en todo el supermercado, Miguel entró a hacer una compra más. Nada fuera de lo común. Sin embargo, esa tarde, la presencia de Mariel en la caja le pareció diferente. Ya se “tenían de vista” pero algo ese día lo cautivó. No sabía si era su mirada, un poco más directa que otras veces, o el leve rubor en sus mejillas al tomar las monedas. Lo cierto es que el hombre, con su experiencia de tantos años observando la vida, sintió algo que no había percibido en mucho tiempo. La cajera no podía evitar robarle “miraditas” discretas. Lo veía pasar, saludando con una sonrisa gentil, que parecía esconder un secreto, algo que la inquietaba sin entender por qué.
Como todas las tardes, la intensidad de la ciudad, la luz cálida del atardecer y el ruido lejano del tráfico a Mariel le servían de compañía. Pero algo en el aire le decía que ese crepúsculo iba a ser “especial”. Y no se equivocó. Media hora antes de finalizar su jornada laboral, Miguel se acercó a su cajera favorita con un paquete de yerba. Se aseguró de que no hubiera nadie en la fila y, luego de estudiar el panorama, de “miradas que lo dicen todo”, de guiñadas de ojo, de compras inútiles en silencio, luego de seis meses se atrevió: “Llamame”, susurró el portero acercándole un sobre viejo de algún servicio que sacó del bolsillo, en el cual figuraba un número de diez dígitos manuscrito con birome gastada. “Todavía tengo ese papelito guardado en mi billetera”, revela ella como señal de amor eterno, mientras sorpresivamente lo muestra.
Sucede que no todo era tan sencillo: “Yo estaba en pareja y él también. Los dos estábamos con algo”, cosifica Mariel a los “otros” para alejar la culpa. “Él ya estaba separado de la mamá de sus hijos pero tenía algo por ahí”, vuelve a aclarar restándole importancia a las parejas de ambos. De hecho, la emoción de ese gesto hizo que al llegar a casa, Mariel no pudiera evitar mandarle un mensaje. “Hola”, escribió, y a partir de ahí, “todo cambió”.
Quedaron en encontrarse a los tres días “que pareció un mes”, a la salida del súper. Miguel la vio sentada en el Bulevar Chacabuco. Algo en ella, en su forma de mirar el horizonte, lo hizo suspirar y, de repente, el incesante habitual bullicio de los colectivos se convirtió en serenata: “¿Hace calor por acá, o es mi imaginación?”, dijo él, acercándose con su voz grave. La labia se le daba naturalmente, “bien del típico portero que se las sabe todas”. Mariel lo miró y una sonrisa apareció en su rostro. La conversación comenzó sin demasiada pretensión, como si ambos supieran que algo importante se estaba gestando. Hablaron de libros, de música, de Rodrigo, de la Mona Jiménez, de sus recuerdos de la infancia y de cómo Córdoba había cambiado con los años, todo fluía. “Es que en verdad no importaba el tema, la cosa era estar juntos. Por más que no nos habíamos besado, nos teníamos unas ganas que nos mantenía totalmente enganchados”, revela. Y de a poco, sin darse cuenta, sus palabras se fueron volviendo más personales. Como si el espacio entre ellos se fuera estrechando, sin que ninguna de las dos partes lo buscara, pero sin que tampoco pudieran escapar de ello. Miguel ya no pensaba en el vecino “quejoso” del 5to. B exigiendo que repase mejor los vidrios del hall, ni tampoco se preocupaba por congraciarse con la “anciana chusma” de la planta baja que siempre encontraba una excusa para que lo echaran. “Fue una cita en la que nos descubrimos, yo casada, él con su pareja. Aunque la situación era compleja, algo entre nosotros hizo que no pudiéramos dejar de vernos, como si el destino nos hubiera unido con hilos invisibles”, adelanta ella.
A medida que pasaban los días, la relación entre Mariel y Miguel se transformaba en un delicado equilibrio entre la complicidad y la atracción. Había algo palpable entre ellos, como una tensión sexual que no lograban descifrar. Ella y su energía llena de juventud, no dejaba de sorprenderse por la calma que él lograba transmitir. A veces, Miguel la miraba con una ternura inexplicable, como si ya la conociera de antes, y Mariel sabía que algo maravilloso en su vida recién empezaba.
Era un martes cuando todo comenzó a cambiar “para mejor”. El supermercado estaba tan lleno de gente como siempre, y Mariel, con su uniforme gris de cajera, se movía de un lado al otro como una pieza más de esa gran maquinaria que nunca se detenía. Sin embargo, cuando levantó la vista y vio a Miguel entrando por la puerta, su pequeño mundo se tiñó de rojo fuego. “Es que ese día no lo esperaba, me sorprendió”. Miguel, con su aire sereno, se acercó. “Tenía la capacidad de hacerme sentir especial, con sólo existir”, se desasna melosa. “¿Qué haces acá?”, preguntó Mariel que apenas pudo disimular su excitación cuando el portero se arrimó a su caja. Miguel sonrió con seguridad, como si estuviera acostumbrado a que el destino jugara a su favor, y eso a ella la derretía. “Vine a comprar algo… y tal vez a ver cómo se te ve al final del día, cuando no estás detrás del mostrador”, le cantó con un tono juguetón, pero cargado de respeto. Mariel no estaba acostumbrada a que alguien, “sobre todo un hombre como él”, la adornara con tanta galantería. Y eso la atrajo como nunca antes.
Al final de la jornada, cuando ya la tienda comenzaba a vaciarse, Miguel la esperó frente a la puerta. “¿Te gustaría dar una vuelta por la ciudad?”, le preguntó casi suplicando. Y si de algo Mariel estaba segura era de que “ni loca” quería rechazarlo. Aunque todavía le costaba abrirse del todo porque la realidad es que tenía a un hombre esperando en casa, su marido de hacía 6 años. “Aunque de eso prefiero no hablar”, se ataja Mariel para continuar su historia secreta, sólo dejando entrever que el “tema” terminó mal, con su ex acusado de abuso y detenido en prisión. “¿Por qué no?”, pensó y aceptó nerviosa pero con el corazón contento.
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