En el prime time televisivo, por cadena nacional, y con una puesta en escena que procuró transformar el tradicional hemiciclo de la Cámara de Diputados en un escenario a imagen y semejanza del tradicional “Discurso del Estado de la Unión” que los presidentes de Estados Unidos pronuncian en el Capitolio, Milei convirtió el acto de relevancia institucional en el que se inauguran las sesiones ordinarias del Congreso, en una suerte de evento de auto celebración oficialista y prematuro lanzamiento de la campaña electoral.
Una ceremonia sin precedentes desde el retorno de la democracia en 1983, no tanto por la utilización del atril en lugar del tradicional escritorio, sino por el hecho de un presidente que se dirige ante una Asamblea Legislativa que en realidad estuvo lejos de ser mínimamente representativa del pluralismo parlamentario: el tradicional recinto de la cámara baja mostró una asistencia reducida a menos de la mitad de los 329 legisladores nacionales (257 diputados y 72 senadores).
A ello hay que sumarle la decisión de la amplia mayoría de los gobernadores, tradicionalmente ubicados en el palco a la izquierda de la mesa de presidencia, que se mostraba raleado por la presencia de apenas 5 gobernadores y el jefe de gobierno porteño. Más allá de las previsibles ausencias de los mandatarios peronistas opositores (Kicillof a la cabeza), tampoco estuvieron presentes ni muchos de los gobernadores peronistas más proclives a las “negociaciones” ni aquellos que responden a fuerzas provinciales. Incluso varios radicales y mandatarios del PRO también pegaron el faltazo excusándose por razones de agenda.
Lo cierto es que la imagen de un recinto semivacío por el evidente boicot de gran parte de la oposición, con restricciones para el acceso del periodismo independiente, y convertido en una tribuna oficialista por la manifiesta decisión del presidente y su entorno, son todos elementos más que elocuentes para dar cuenta del contexto de tensión política actual. En este sentido, probablemente la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso acabó convirtiéndose en el corolario de un verano políticamente muy caliente, un hito en el peligroso camino en el que del enfrentamiento entre espacios políticos se pasa a una creciente conflictividad institucional que si bien venía perfilándose desde hace algunos meses, hizo eclosión estas dos últimas semanas.
Tras los múltiples interrogantes aún sin respuestas que se derivaron del escándalo del “cripto-gate”, el polémico nombramiento en comisión de dos jueces en la Corte, con uno de ellos que aún que no ha jurado en función de las diferencias en el seno del máximo tribunal respecto a si se requiere la previa renuncia al fuero federal o es suficiente una licencia, ha provocado un hecho probablemente inédito: que un decreto genere al mismo tiempo un conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Congreso -donde aún tienen estado parlamentario los pliegos de ambos cortesanos-, y entre el Poder Ejecutivo y un Poder Judicial, cuya cúspide esta atravesada por internas intestinas e intrigas palaciegas.
Y por si eso no fuera suficiente combustible para alimentar los conflictos existentes, esta semana recrudeció el enfrentamiento entre el gobierno y el gobernador de la principal provincia del país por un tema que, más allá de ser un problema muy acuciante y una preocupación muy concreta de amplios sectores de la población, parece adquirir por estas horas un lamentable tufillo electoral.
La destemplada amenaza de una intervención federal, no solo carente de los más mínimos supuestos habilitantes sino de imposible tramitación legislativa es, en este sentido, un indicio más de la naturaleza y la profundidad de la disputa con que arranca este año político/electoral que, ya sin PASO, tendrá un calendario escalonado que habrá de teñir inexorablemente cualquier debate con un opaco barniz electoral.
Lejos de poner paños fríos a este proceso de escalamiento de tensiones y conflictos que se acrecentaron desde el inoportuno y exaltado discurso presidencial en Davos, el discurso presidencial se volcó de lleno a avivar el fuego de las múltiples hogueras que ya arden.
Tras recurrir a la vieja y conocida narrativa sobre la casta, Milei comenzó su discurso apelando a su argumentación ya clásica: la pelea contra los privilegios, el achicamiento del Estado, la motosierra, la pauta oficial y el fin del “curro” de la política como los responsables de la pobreza que arrastra el país. Y, al referirse a la “herencia” recibida, no dudó en profundizar su impronta fundacional, reconociéndose explícitamente como outsider y producto de las promesas incumplidas y fracasos acumulados por los gobiernos de la casta adeptos a la “mano negra del Estado omnipresente”.
Luego, en una afirmación tan temeraria como carente de rigor, afirmó haber cumplido más del 95% de las promesas de campaña, lo que le dio pie a invitar a los argentinos a juzgarlo por los resultados y a afirmar, ya decididamente en clave electoral, que lidera “el mejor gobierno de la historia argentina”. Fue precisamente esa la “transición” para que tras 32 minutos de relatar el “de dónde venimos” y el “donde estamos parados” tras un año de los promocionados “éxitos” de un modelo que “sentó los cimientos del cambio”, comenzó a hablar de la etapa que viene, a la que calificó como de “reformismo permanente”.
En este contexto, habló de más de una docena de leyes que se enviarán al Congreso, entre las que mencionó genéricamente la reforma laboral, previsional e impositiva, aunque reconociendo con inocultable optimismo respecto al proceso electoral muchas de ellas recién serán discutidas y aprobadas después del 10 de diciembre.
Lo cierto es que a esta altura de la noche, ya con un tono decididamente exaltado y destemplado, además de la “casta empobrecedora”, un Milei cada vez más eufórico y animado por un público casi unánimemente oficialista, identificó otros enemigos. En primer lugar, la industria, a quien fustigó con dureza al referirse a su voluntad de “abrir mercados para la Argentina”, algo curioso en uno de los contextos globales más proteccionistas del mundo. Aquí, en lo que era un “secreto a voces” blanqueó su decisión de avanzar en un tratado de libre comercio con Estados Unidos, reconociendo que ello podría significar el abandono del Mercosur.
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