El reloj robado que le cambió la vida a los antiguos romanos


Retrocedamos en el tiempo, unos 2.300 años, para recordar el día en el que un objeto de un botín de guerra le cambió la vida a los antiguos romanos para siempre.

El año era 263 a.C., y Manio Valerio Máximo Mesala estaba sobre una tribuna frente a una multitud jubilosa que lo vitoreaba.

Por liderar sus legiones en una campaña triunfal, era el héroe de la Primera Guerra Púnica, lidiada entre Cartago y Roma, le contó a la BBC el experto en medición del tiempo David Rooney.

Más de 60 de las ciudades sicilianas habían reconocido la supremacía de Roma, y Valerio personalmente había negociado el tratado en Siracusa, que resultaría ser la alianza estratégica más importante en la historia romana.

Y, como era costumbre, regresó con más que la victoria.

Trajo tesoros de las tierras conquistadas, entre ellos uno que no parecía muy especial: un reloj de sol hemisférico, o hemiciclo, saqueado de la capturada colonia griega de Catania en la isla de Sicilia.

Era un gran bloque de mármol con una cavidad hemisférica y líneas talladas para marcar el tiempo según la sombra proyectada por un gnomon, que estaba en la parte superior.

Como una muestra tangible del triunfo, fue eregido sobre una columna nada menos que en el Forum Magnum, el núcleo de la vida diaria de Roma, centro comercial y escenario de procesiones y elecciones, de discursos, juicios penales y combates de gladiadores.

Los hemiciclos fueron creados por el astrónomo griego Aristarco de Samos alrededor del 280 a.C. (Uno romano del siglo I, al que le falta el gnomon arriba)

Era el primer reloj de sol público de Roma, y el que estuviera calibrado para la hora y el calendario de Sicilia, que eran un tanto distintos, no pareció importar.

Pero lo que empezó siendo un símbolo de victoria pronto se convirtió en una herramienta de control.

Los romanos se obsesionaron con esos artilugios, y empezaron a aparecer por toda la República, injiriendo en la vida cotidiana al regular las actividades de los ciudadanos.

Ante la intromisión de esa nueva tecnología no tardaron en alzarse voces de protesta, como la que este dramaturgo exasperado puso en boca de un personaje:

Maldito sea el hombre que descubrió las horas y, sí, el que instaló aquí un reloj de sol, que ha hecho trizas el día, ¡pobre de mí!

Cuando era niño, mi estómago era el único reloj de sol, de lejos el mejor y más auténtico comparado con todos estos.

Solía advertirme que comiera, donquiera que estuviera.

Pero ahora no se come a menos que lo diga el Sol. De hecho, la ciudad está tan llena de relojes de sol que la mayoría de la gente se arrastra, marchitada de hambre”.

Ese lamento desesperado fue escrito por Plautus, y no fue el único.

Otro escritor calificó los relojes de sol de “odiosos” y llamó a derribarlos con palancas, señaló Rooney.

Contando las horas

El uso de relojes públicos, no obstante, era extendido desde mucho antes en otras ciudades del mundo.

Y maneras de medir el tiempo existían desde al menos la Edad de Bronce.

El primer dispositivo fue probablemente el gnomon, que data de alrededor del 3500 a.C. Era sencillamente un palo o pilar vertical, y la longitud de la sombra que proyectaba indicaba la hora del día.

En el siglo VIII a.C. los egípcios tenían relojes de sombra, con una base plana, que tenía inscritas divisiones horarias, y un travesaño elevado en un extremo.

Requerían, eso sí, atención pues, para que dieran bien la hora, por la mañana tenían que mirar hacia el este y al mediodía había que darles la vuelta hacia el oeste.

Esta es una réplica de un reloj de sombras egipcio de los siglos X-VIII a.C. El paso del tiempo se medía por el movimiento de la sombra proyectada por el travesaño

De esos antiguos egipcios y de los sumerios heredamos aquello de dividir el día en torno al número 12, pues a ambas civilizaciones les gustaban las matemáticas duodecimales.

Los romanos también tenían 12 horas de día y 12 horas de noche… muy sencillo, excepto que cuánto duraba cada hora dependía de la estación.

Como la luz solar fluctúa a lo largo del año -hay más en verano, menos en invierno-, esas 12 horas del día se estiraban o encogían en conformidad, así que una hora veraniega podía durar 75 minutos, y una invernal, 45.

¡Imaginate cuánto tenía que esperar el personaje de Plautus para que llegara la hora de almuerzo en verano!

No obstante, él y sus contemporáneos en Roma aún eran libres de la tiranía de los relojes en las noches.

Ni los de sombra al estilo de lo egipcios ni los más modernos hemiciclos, como el que los romanos robaron en Sicilia, podían rastrear el paso del tiempo durante la noche.

Para eso, no obstante, ya existía un artilugio aún más antiguo, y una muestra estaba a poco más de 1.000 kms de Roma, en una extraordinaria edificación de la antigua Atenas con un nombre encantador.

La Torre de los Vientos

Nadie sabe con precisión cuándo fue construida, pero se cree que alrededor del año 140 a.C.

Conocida también como Horologion, sigue siendo magnífica pero en su época debió ser asombrosa… imagínatela:

Construida en mármol y de forma octagonal, cada uno de los lados mira hacia un punto de la brújula y están decorados con relieves que representan los ocho vientos y solían ser de colores brillantes.

En la parte inferior, hay líneas de un reloj solar.

Estaba coronada por una veleta en forma de tritón de bronce, de ahí el nombre Torre de los Vientos.

Los dioses de los vientos están esculpidos en los paneles decorativos cerca del techo

Cuenta Rooney en su libro “A tiempo: una historia de la civilización en 12 relojes” que adentro, el techo estaba “pintado de un impresionante color azul cubierto de estrellas doradas”.

Y en el centro del imponente recinto había un artilugio que “se alimentaba de una fuente sagrada en lo alto de la colina de la Acrópolis llamada Clepsidra”.

Desde esa época, se adoptó el nombre de esa fuente para llamar a esos artilugios, que eran relojes de agua y ya tenían una larga historia.

“Fue una tecnología muy importante en el mundo antiguo. Medían el tiempo regulando el flujo de agua de un recipiente a otro”, explica Rooney.

En su forma más simple, los relojes de agua eran cuencos con aperturas, y existieron en Babilonia, Persia y Egipto, con ejemplares de este último lugar que datan del siglo XIV a.C.

Las clepsidras se usaron para muchos propósitos, incluido el cronometraje de los discursos de oradores, y por mucho tiempo: en el siglo XVI, Galileo usó una de mercurio para cronometrar sus cuerpos en caída experimentales.

“Ahora bien, no solo se usaban en el Mediterráneo antiguo”, precisa el experto.

Diseño para el Reloj de Agua de los Pavos Reales, de «El Libro del Conocimiento de Ingeniosos Dispositivos Mecánicos» de Badi’ al-Zaman b. al Razzaz al-Jazari (1136-1206)

Los indígenas norteamericanos y algunos pueblos africanos tenían una versión con una pequeña embarcación a la que le entraba agua a través de un agujero hasta que se hundía.

“En la antigua China imperial o en el Japón medieval, cada ciudad importante tenía una clepsidra en una torre alta equipada con tambores o campanas desde donde se marcaba la hora al público”.

El erudito chino del siglo II Cai Yong explicó: “Cuando se acaba la clepsidra nocturna, se toca el tambor y la gente se levanta. Cuando se acaba la clepsidra diurna, se toca la campana y la gente se va a descansar”.

Así que, para marcar el paso del tiempo, luz y sombra, agua y… ¿fuego?

Oliéndo las horas

Efectivamente, hubo relojes de fuego.

Las velas o lámparas de aceite, con las marcas apropiadas, pueden dar la hora al arder.

Pero eso no es tan fascinante como otras formas de medir el tiempo basadas en la combustión, como los relojes de incienso que, según el historiador Andrew B. Liu, se usaron desde al menos el siglo VI en el Lejano Oriente.

Acá, uno como los de la China medieval.

En el cuerpo del dragón hay un canal para poner varillas de incienso calibradas para arder durante períodos de tiempo específicos

En el cuerpo del dragón hay un canal para poner varillas de incienso calibradas para arder durante períodos de tiempo específicos.

A medida que el incienso se consume, el calor rompe los hilos de los que penden pequeñas bolas de metal bajo el vientre del dragón, y estas caen sobre un plato de metal.

El tintineo sirve de alerta.

Otros de estos relojes sensoriales permitían oler el tiempo.

Eran laberintos de incienso, cuyas brasas ardían lentamente en el interior.

Reloj de incienso desarmado: de izquierda a derecha: base, dos plantillas y tapa. En el centro, regulador

Eran cubos divididos horizontalmente en bandejas que contenían lo necesario para hacerlos funcionar: desde cenizas de madera hasta distintas plantillas para usar según la estación (caminos más largos para, por ejemplo, los días veraniegos).

Lo que hacían era aplanar las cenizas de madera y luego hacer una ranura siguiendo el patrón de una plantilla. Esta se rellenaba con incienso y se cubría con la tapa de encaje que dejaba salir el humo y entrar el oxígeno.

Algunas tapas tenían pequeñas chimeneas, así sabías la hora al ver por cual salía el humo.

Pero si ponías incienso de diferentes perfumes para que ardieran en distintos momentos del día, al entrar en la habitación el aroma te diría qué hora era.

El inexorable paso del tiempo

Cuando se trata no tanto de marcar las horas sino de representar el paso del tiempo, y su inevitable fin, no hay reloj más icónico que el de arena.

“No sabemos cuándo se inventó”, apuntó Rooney, y agregó: “Algunas personas argumentan a favor de la antigua Grecia, pero parece más probable que existían alrededor del siglo XI o XII, ya sea hechos por fabricantes islámicos o europeos”.

Podían medir cualquier lapso de tiempo, desde 24 horas hasta unos pocos segundos.

Eran fiables, reutilizables, razonablemente precisos y fáciles de fabricar, pero quizás lo más fascinante es su profunda huella en historia del pensamiento occidental.

Ya en la representación más antigua conocida, que data de 1338 y aparece en un fresco del Palazzo Publico de Siena, Italia, el reloj de arena está en manos de la virtud de la templanza, que lo mira con preocupación.

En la serie de frescos llamados «La Alegoría del buen y del mal gobierno», el artista sienés Ambrogio Lorenzetti pintó la representación más antigua de un reloj de arena, sostenido por la Templanza

Pronto, su significado se extendió a los temas tan importantes como la vida y la muerte, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto.

“En el siglo XV apareció la figura del Padre Tiempo, un anciano alado y barbudo que llevaba un reloj de arena como símbolo del paso del tiempo y sus efectos destructivos, que se difundió en el arte y la cultura europea”, relata Rooney.

“Luego, a partir del siglo XVI, las cosas se pusieron un poco más oscuras con la figura esquelética y sonriente de la muerte que, cargando un reloj de arena, extendía su mano para llevarnos a la tumba.

“En lápidas de toda Europa, el reloj de arena aparecía como una advertencia. Era el memento mori: recuerda que morirás”.

Se tornó en símbolo de virtud poderoso y profundo, cuya idea es que “debemos vivir una buena vida en la Tierra para asegurarnos una mejor eternidad”, señala Rooney.

El Padre Tiempo, en este autorretrato de Michiel van Musscher de 1685

De las torres al espacio

Entretanto, y desde 1275, había empezado a aparecer en Europa un tipo de reloj completamente distinto: el mecánico.

Los primeros no tenían “cara” visible pues su objetivo era mecanizar el repicar de las campanas en las torres.

“No fue hasta después que se añadió una esfera y una manecilla de las horas; y más tarde, la de los minutos”.

Los relojes pequeños y portátiles se inventaron en el siglo XV, y los de pie llegaron a los hogares a partir de la década de 1670… el tiempo cada vez se volvía más cercano y personal.

Los relojes de pulsera “existieron durante algunos siglos, pero en realidad eran joyas usadas por mujeres adineradas”, cuenta Rooney.

Famosamente, en 1571, Robert Dudley, conde de Leicester, le regaló a la reina Isabel I de Inglaterra un reloj de diamantes que podía usarse como brazalete.

“En el siglo XIX, eran muy populares entre las mujeres que practicaban ciclismo y equitación, pero no era algo que los hombres usaban tradicionalmente”.

Para ellos había relojes de bolsillo… aunque no se llamaban así pues esos relojes fueron inventados antes que los bolsillos.

“Los llevaban colgados del cuello o prendidos a su ropa, pues el reloj de pulsera estaba muy marcado por el género, hasta que en la Guerra de los Bóers, del siglo XIX, los soldados empezaron a atarse sus relojes de bolsillo a las muñecas”, comenta el experto.

Para cuando el artista Peter Paul Rubens pintó este retrato, en 1597, ya estaban empezando a aparecer bolsillos como pequeñas bolsas cosidas a la ropa masculina

“Por su practicidad, se popularizaron muy rápidamente después de la Primera Guerra Mundial, al punto de que el reloj de bolsillo quedó obsoleto en pocos años”.

Por esa época, en la década de 1920, se dio un gran salto tecnológico de la mano del cristal de cuarzo, que garantizó “alta precisión por una fracción de dólar, es decir, al alcance de todos”.

Aún más precisos son los relojes atómicos, con cesio, que se inventaron en la década de 1950.

Volando sobre nuestras cabezas están los más sofisticados del mundo, brindando todo lo necesario para la tecnología moderna, incluido el GPS… que es un reloj.

“Exactamente”, confirma Rooney. “Los satélites GPS son básicamente vehículos para hacer volar relojes”.

“Y esos relojes son fundamentales para que funcione el mundo moderno.

“No se trata solo del sistema de navegación para llevarte a donde quieres ir. Todo funciona gracias a la hora que marcan esos relojes: comunicaciones globales, sistemas informáticos, transporte, logística, banca…”.

A lo largo de la historia, marcamos las horas con sombras, arena, agua, fuego, resortes, ruedas y cristales oscilantes.

Hasta intentamos plantar jardines que sirvan de relojes, llenos de flores que se abren y se cierran a diferentes horas del día.

Y, al menos en lo que respecta al ingenio, al parecer no perdimos el tiempo.

Serie “You’re Dead to Me”

BBC Mundo

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