WASHINGTON.- Entrevisté a Donald Trump a lo largo de décadas, y a veces terminaba la nota con una ronda de preguntas relámpago. Esa era siempre mi parte favorita de la entrevista, y a él le encantaba lanzar breves estallidos de opinión sobre una amplia variedad de temas políticos y culturales.
Ahora, Trump convirtió toda su presidencia en una tormenta eléctrica, con su catarata de decretos presidenciales y de aranceles para todo el mundo, con Elon Musk metiendo motosierra en el Estado para despanzurrarlo desde adentro, y con su acercamiento a Vladimir Putin a costa de hacer estallar las alianzas previas de Estados Unidos. La energía de Trump, la cantidad de cosas que hizo y la cantidad de palabras que ha proferido en las primeras seis semanas de su presidencia son abrumadoras.
Habló muchísimo el martes por la noche durante su discurso ante el plenario de ambas cámaras del Congreso: fueron 100 minutos, el discurso presidencial ante el Congreso más largo del que se tenga memoria.
Y volvió a ser como una ronda de relámpagos. Era una especie de Acción Jackson que pasaba a las corridas de promesas de eliminación de regulaciones a recortes del gasto aparentemente superfluo en programas de ayuda internacional, y de ahí al retiro de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Trump aceleró aún más para jactarse de sus éxitos económicos, por más que la Reserva Federal de Atlanta dice que la economía este trimestre se contraerá. También hizo afirmaciones fugaces donde dijo que los vehículos eléctricos eran malos, predijo que los aranceles generarán un boom de los automóviles, y aseguró que hay casi 20 millones de personas centenarias —algunos cercanos a los 150 años— que reciben beneficios de Seguridad Social. (Los datos muestran que solo 89.000 personas mayores de 98 años recibieron pagos de seguridad social en diciembre de 2024).
Era como escuchar a un conductor de programa de preguntas y respuestas estilo Bob Barker, repartiendo una ametralladora de premios entre sus invitados sentados en las galerías del Congreso. ¡Felicitaciones, a vos te toca West Point! ¡Felicitaciones, ahora sos parte del Servicio Secreto!
Habló fuerte, confiado y con contundencia, y para sus seguidores fue un discurso sumamente eficaz. Los legisladores republicanos estaban exultantes, por más que a muchos de ellos los desespera su fascinación por los aranceles a las importaciones —la semana pasada los mercados se desplomaron— y los asquea su acercamiento a Vladimir Putin.
Los demócratas solo pudieron oponerse a ese Trump dominante negándose a aplaudir o a ponerse de pie, agitando pequeños carteles que decían “Musk ladrón” y “Mentira”, asistiendo a la sesión vestidos de fucsia, o, como en el caso del representante Al Green, que fue expulsado del recinto.
Todos ellos van a necesitar un bote más grande.
Cuando entrevisté a Trump durante la campaña de 2016, me pregunté si ese inquieto y malhablado exconductor de reality show alguna ver sería “presidenciable”. Él me dijo que podía hacer lo que quisiera, y me señaló que hasta podía entenderse con las matronas de Palm Beach en sus elegantes fiestas.
Pero resultó ser que Trump no necesitó modificar su conducta para ser presidente: simplemente modificó la presidencia para ajustarla a su carácter.
Se burló de Elizabeth Warren llamándola “Pocahontas” en sus actos de campaña, y volvió a llamarla “Pocahontas” en la cara durante su discurso de Estado ante el Congreso.
En sus actos de campaña, llenaba el aire de exageraciones y mentiras, y ya como presidente no se sintió obligado a refrendarlo con datos chequeados. “Fue un manifiesto de falsedades”, declaró Nancy Pelosi después del discurso.
Trump también ignora flagrantemente las contradicciones entre lo que dice y lo que hace. Elogió a las fuerzas policiales diciendo que tendrían el respeto “que tan amorosamente se merecen” y pidió pena de muerte para quien asesine a un agente de policía. Y lo hizo a pesar de haberse puesto del lado de los insurrectos y de haber indultado a casi 1600 “patriotas”, como él los llama, que tomaron por asalto el Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando muchos policías resultaron heridos tratando de frenar a la violenta turba de seguidores de Trump.
En el recinto del Congreso también declaró que “se terminaron los días en que gobernaban burócratas a los que nadie eligió”, soslayando la ironía de que Musk —el aplicador de “motosierra” más poderoso y no elegido de la historia del gobierno norteamericano— estaba tumbado en el palco de la primera dama. (Finalmente, vestido de traje.)
Como en un reconocimiento a Robert F. Kennedy Jr., Trump dijo: “Nuestro objetivo es eliminar las toxinas del Estado”. Pero Trump viene eliminando regulaciones que hacían precisamente eso. También quiere hacer profundos recortes en la Agencia de Protección Ambiental, y dos de los dirigentes que eligió para encabezarla son executivos de empresas químicas.
Y por más que está rebanando el gasto en investigación y desarrollo en materia de salud pública, también honró a un niño que, según dijo, probablemente desarrolló cáncer a causa de su contacto con sustancias químicas.
Celebró la imposición de aranceles como una medida para “proteger el alma de nuestro país”, y dijo: “Amo a la gente de campo, que ahora le venderá a nuestro mercado interno en Estados Unidos”. Pero mucha gente de campo gana su sustento vendiéndole a otros países, así que tal vez no les caiga bien la jocosa exclamación de Trump: “¡Diviértanse mucho! Yo también los amo”.
Trump se jactó de haber “devuelto la libertad de expresión a Estados Unidos”, pero algunos de sus decretos ordenan que el gobierno elimine el uso de ciertas palabras y frases “woke”, y el presidente también ha amenazado a las escuelas que toleren ciertos tipos de protestas con retirarles la subvención estatal.
También excluyó a la agencia The Associated Press de la cobertura de su trabajo en el Salón Oval y el Air Force One porque el servicio de noticias no está dispuesto a arrodillarse y llamar “Golfo de Estados Unidos” al Golfo de México.
Resulta indigesto que alardee de la libertad de expresión cuando su gobierno parece haber conjurado a Joseph McCarthy al exigirle a los empleados públicos que delaten con nombre a sus compañeros. El gobierno abrió una línea directa para que los soplones delaten a sus colegas que promueven las iniciativas de diversidad, equidad e inclusión. Y esta semana, el jefe de la oficina de campo del FBI en Nueva York se vio obligado a renunciar cuando se interpuso en la ola de venganza de Trump instando a los empleados a “atrincherarse” y negarse a dar los nombres de los agentes que habían trabajado en las investigaciones sobre los hechos del 6 de enero de 2021.
Después de una elección tan ríspida como la última, otro presidente podría haber intentado sanar las heridas. No así Trump. Él sabe que trollear a los demócratas, profundizar las divisiones y fogonear la guerra cultural lo llevó a la Oficina Oval, y nunca renuncia a lo que lo lleva al primer puesto.
En su discurso, Trump destrozó sin piedad a su predecesor, culpándolo de todo, hasta del precio de los huevos. E ignorando el decoro que antes reinaba en los discursos presidenciales, vilipendió a Joe Biden como “el peor presidente en la historia norteamericana”.
Como de costumbre, se atribuyó todo el mérito y le echó la culpa de todo a los demás.
“Tenemos a Marco Rubio a cargo”, dijo Trump y agregó, ante la mirada de su secretario de Estado: “Ahora sabemos a quién culpar si algo sale mal”.
Trump no se centró en su promesa de campaña de hacer bajar los precios. Pero en el Capitolio, finalmente habló del asunto. “El precio de los huevos está fuera de control. Estamos trabajando mucho para que vuelvan a bajar”. Pero de inmediato le tiró la pelota a su secretaria de agricultura, Brooke Rollins. “Secretaria, trabaje bien en ese tema”.
En cuanto a Ucrania, Trump adoptó un tono más suave, y citó un mensaje de Volodimir Zelensky donde instaba a la paz y decía estar listo para firmar el acuerdo sobre los recursos minerales de su país. Recién ahora que obligó al presidente ucraniano a ponerse de rodillas, ahora que humilló en público al héroe de guerra y puso su propio ego inflado por encima de los históricos principios de política exterior de Estados Unidos, recién ahora, puede darle Zelensky otra oportunidad.
Su nueva actitud imperialista quedó en evidencia, en marcado contraste con sus antiguas declaraciones sobre lo nefasto que fue George W. Bush por sus ocupaciones fallidas en Irak y Afganistán. Sobre Groenlandia, Trump dijo: “De una manera u otra, nos la vamos a quedar”. Y también prometió que su gobierno “recuperará el Canal de Panamá, y ya hemos empezado a hacerlo”.
El eje del discurso de Trump fue, por supuesto, el autobombo, y reclamar la canonización que se merece después de que Dios lo salvó del intento de magnicidio. El objetivo central era jactarse de ser el mejor de los mejores, igual que aquella vez que se jactó de que el pan que servían en el restaurante de la Trump Tower era “el mejor de la ciudad”.
Dijo que el primer mes de su presidencia fue “el más exitoso en la historia de la nación, y lo que hace que sea aún más impresionante es que, ¿saben quién es el número 2? George Washington. ¡Ahí tienen!”.
Trump rehízo la presidencia a su propia imagen y semejanza, tal como rehízo a su imagen al Partido Republicano. El primer discurso presidencial de su nuevo mandato fue un fiel reflejo de todos sus viejos discursos de campaña: fue una oda a sí mismo.
Traducción de Jaime Arrambide
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