El abandono como una herida invisible: los efectos del trauma infantil en la vida adultaPor Lic. Sonia Almada

La relación entre el trauma y el dolor ha sido objeto de estudio desde diversas perspectivas. Pero pocas han logrado captar con tanta precisión su impacto en la vida de los sobrevivientes, como lo hizo Alice Miller, una psicóloga, psicoanalista y filósofa polaco-suiza (1923-2010).

Su teoría sobre la represión del dolor infantil y la desconexión emocional como mecanismos de supervivencia, desarrollada en sus investigaciones sobre el maltrato en la infancia, ha dejado un legado fundamental en la comprensión del trauma.

En los primeros años de vida, cuando la dependencia del otro es absoluta, padecer un trauma implica un “derrumbe” que impide que se efectúen operaciones fundamentales para el psiquismo. Este derrumbe también conlleva una pérdida de confianza en el ambiente y en quienes deberían cuidar. Estas fallas tempranas producen fracturas en la continuidad del ser.

La disociación es una de las estrategias más extremas del psiquismo para sobrevivir al trauma. Cuando un niño es víctima de negligencia, abuso o abandono, puede llegar a desconectarse de su propio cuerpo para no sentir el dolor emocional ni físico. Por ejemplo, cuando un bebé llora y no recibe respuesta, aprende que el dolor no tiene sentido y, en consecuencia, lo suprime.

La teoría Miller ha trazado un camino en la comprensión del trauma y los resultados de sus estudios, publicados en varias de sus obras, encuentran un poderoso correlato en la historia de Luda Merino, quien primero compartió su testimonio a través de hilos en Twitter/X y luego lo plasmó en su libro “No lo entenderías: mi historia de adopción (Aguilar, 2024)”.

“¿Os imagináis caeros por las escaleras o abriros la ceja y que no os duela? Así fue mi vida durante cerca de 15 años. Hoy os voy a contar cómo ser adoptada hizo que dejase de sentir dolor físico durante tanto tiempo y cómo era vivir sin sentir”, relató.

Luda fue adoptada internacionalmente desde Rusia a España, y en su testimonio relata cómo su cuerpo dejó de sentir dolor como respuesta a la indiferencia de su entorno temprano.

Su historia no es única. Más bien, es una manifestación concreta de lo que Miller denominaba “la represión del niño herido”, y que Donald Winnicott también abordó en su noción de dependencia a los factores externos, como el ambiente y la función de la familia.

En el caso de esta joven, su desconexión fue tan extrema que dejó de sentir golpes, heridas y, con el tiempo, también ciertas emociones. Este fenómeno no solo evidencia una infancia de privaciones afectivas, sino que también confirma la teoría de Miller sobre el sacrificio del yo auténtico en favor de una supervivencia emocional a costa del bloqueo del sufrimiento.

Cuando un niño es víctima
Cuando un niño es víctima de abuso puede llegar a desconectarse de su propio cuerpo para no sentir el dolor emocional ni físico (Imagen ilustrativa Infobae)

Sin embargo, el dolor reprimido no desaparece. Aunque no se sienta, permanece latente y se manifiesta de otras formas: en enfermedades, en síntomas físicos o en crisis emocionales tardías.

Luda, como muchas otras personas, vivió el regreso del dolor muchos años después, cuando, ya integrada en su nueva familia, su psiquismo comenzó a permitir la reconexión con su cuerpo. Este proceso fue lento y arduo, como ella misma relata en diversas entrevistas.

Muchas personas llegan a las consultas recreando de manera consciente infancias supuestamente felices, pero a medida que van desbrozando sus recuerdos y construyendo una red de palabras que les permite cobijarse en un lugar seguro, se encuentran con una forma de pérdida de identidad, de disociación, de no sentirse ellos mismos. Este es el resultado de haber reprimido sus necesidades afectivas y sentimientos: ira, angustia, miedo y dolor, para conseguir la aceptación, la atención y el amor de sus padres o de los adultos a cargo de su cuidado.

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