¿Estamos repitiendo la historia? Se navega sin escalas entre extremos: del “se mira, pero no se toca” al “deme dos”. Hoy, el Peso fuerte vuelve a plantear viejos desafíos.
La economía está mostrando signos notables de apreciación cambiaria real. Esto se observa cotidianamente en el valor relativo de cualquier bien de consumo importado, en el precio comparado de un departamento en Río de Janeiro o en el de un café en las calles de París.
Surgen así preguntas incómodas. ¿Es viable este sendero de evolución de precios y tipo de cambio? ¿Podrá el sector privado emprender una recuperación sostenible sin lesionarse de gravedad y agravar la cuestión del empleo?
Hay consenso en que la relación cambiaria es una fuente central en la generación de ventajas competitivas, pero no la única. Un abordaje integral a esta cuestión puede desagregarse en dos grandes campos, los factores “precio” y “no precio”.
La competitividad “precio” está ligada a la evolución de las variables nominales (precios, costos, y tipo de cambio, y también implícitamente la carga impositiva). Simplificando, las fuentes de ventaja de “precio” pueden sintetizarse en el Índice del Tipo de Cambio Real Multilateral, que mide la evolución de cambiaria real del país versus sus socios comerciales.
En diciembre de 2025 este índice está apenas 6% por encima de los niveles previos a la devaluación de 2024, y tan sólo 16% por encima de uno de los momentos más icónicos de la falta de competitividad cambiaria, los últimos estertores de la convertibilidad en año nuevo de 2002. El peso está hoy más fuerte, y por lo tanto menos competitivo, que el 98% de los días desde la devaluación de 2002 hasta la fecha.
La competitividad “no precio” está medularmente explicada por variables reales que forman parte de la ecuación de costos: la productividad de los factores de producción, la disponibilidad de insumos, la calidad de los servicios públicos, la profundidad del sistema financiero, el contexto ambiental, institucional y político, y la infraestructura.
Según el relevamiento global de los factores de competitividad del International Institute for Management Development (IMD), sobre una muestra de 67 países la Argentina ocupa el sitial número 66. Es decir, es la economía menos competitiva a excepción de Venezuela.
Los niveles de eficiencia del gobierno y de los negocios, así como la performance económica son parejos e igualmente malos. La Argentina aparece apenas un poco mejor posicionada en el terreno de la infraestructura-.
Superado el piso del 4% y transitando el 6%, está aún lejos de los ratios históricos de créditos al sector privado como porcentaje del PBI del orden de 12% -13% y ni hablar de comparables en otros países (Estados Unidos 52%, Brasil 72%, Chile 84%), pero marca la pauta del interesante potencial que hay por delante.
Adicionalmente, la desregulación, la desburocratización o la eliminación de impuestos son palabras cada vez familiares al oído de los argentinos. En definitiva, se prevé una mejora considerable en la competitividad sistémica.
Los casos del gas y petróleo, la minería y el agro (y en menor medida la tecnología) son exitosos e indican que si existen virtudes reales y condiciones contextuales más o menos normales se genera el proceso virtuoso de inversión y de generación de riqueza y empleo, aún con condiciones cambiarias adversas.
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