A 50 años de la renuncia de Nixon: una borrachera a solas, un rezo de rodillas con Kissinger y dos líneas para despedirse

El discurso de Nixon donde anunció su renuncia a la presidencia de los EEUU

El día en el que iba a convertirse en el primer presidente de Estados Unidos en renunciar a su cargo, hasta ahora también el único, Richard Nixon despertó a las ocho y media de la mañana. Había dormido sólo tres horas. Sentía la resaca de la enorme borrachera de la noche anterior. Fuera de control casi, cercado por la Justicia que iba a procesarlo por haber intentado ocultar su participación decisiva en el Caso Watergate, sin más chances que la de renunciar, Nixon había llamado al ala privada de la Casa Blanca a su hombre de confianza y secretario de Estado, Henry Kissinger, que lo encontró alcoholizado. Nixon le preguntó cómo creía Kissinger que lo trataría la historia, si mejor o peor que a sus antecesores y, con los ojos llenos de lágrimas le pidió al secretario de Estado que se arrodillaran ambos, un cuáquero y un judío, para rezar juntos. Experto en capear temporales más violentos, Kissinger se arrodilló y rezó sobre la gruesa alfombra azul de la residencia privada del presidente.

Ahora, la mañana del día de su renuncia, 8 de agosto de 1974, hace medio siglo, Nixon desayunó liviano: cereales, leche y jugo de naranjas, un menú espartano para un florentino impostor, conspirador y mentiroso que se había envuelto en “la tela de araña que él mismo tejió”, al decir de Kissinger. La noche anterior, la de la borrachera épica, Nixon, todavía de rodillas, había golpeado con su puño la alfombra azul y con la voz entrecortada por el llanto se había preguntado “¿Qué hice? ¿Qué pasó?”. Y así siguió hasta que Kissinger le tocó el hombro, Nixon se puso de pie y se sentó en su sillón para hablar, un poco más sereno, de sus logros como estadista. Ambos hombres bebieron.

Minutos después, cerca de las once de la noche, Kissinger dejó solo a Nixon y caminó hacia el Ala Oeste de la Casa Blanca donde encontró, nerviosos e impacientes, al asesor de Seguridad Nacional, Lawrence Eagleburger, y al asistente militar de Nixon, Brent Scowcroft. Les contó el trance por el que había pasado y les dijo: “El presidente renuncia mañana”.

Pero en la mañana del 8 de agosto, mientras el presidente desayunaba, nadie sabía de verdad si Nixon renunciaría o no esa noche. Tampoco sabía Nixon que Kissinger había dado por hecho que sí lo haría ante dos de sus principales asesores. Uno de los más desconfiados con la decisión presidencial era el consejero especial de Nixon para Watergate, James St. Clair. Le habían confirmado la renuncia del presidente pero él no estaba tan seguro, dada la personalidad intrincada, perversa, en algunos casos hasta infame del presidente, que en una ocasión St. Clair había definido con crudeza: “Ver decidir a Nixon es como enterarte de cómo preparan ciertas salsas en los restaurantes: una vez que lo sabés, no volvés a probarlas”.

¿Por qué Nixon estaba forzado a renunciar? Sintetizar el caso Watergate en pocas líneas es, aunque necesario, tarea imposible. En junio de 1972, un grupo comando tomó por asalto las oficinas del Comité Central del Partido Demócrata en el edificio Watergate, de Washington. No eran ladrones. Eran agentes al servicio de la Casa Blanca, que fueron detenidos, que intentaban colocar micrófonos y “pinchar” las líneas telefónicas del partido rival de Nixon, que peleaba por su reelección.

La trama fue descubierta por dos periodistas del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein que, además, revelaron el tejido de una conspiración en la que estaban metidos hasta la frente altos funcionarios de la Casa Blanca, entre ellos uno de los asaltantes de Watergate, James McCord, jefe de seguridad del Comité para la Reelección del Presidente, conocido como CREEP.

La investigación periodística y judicial reveló que el 23 de junio de 1972, seis días después del asalto a Watergate, Nixon había ordenado un plan para que la CIA impidiera la investigación del caso, encarada por el FBI. Era un delito calificado como obstrucción de la Justicia, abuso de los poderes presidenciales y frenar un eventual juicio político. La voz de Nixon había quedado grabada entre las miles de horas de grabación de todo cuanto sucedía en la Casa Blanca, que el presidente había dispuesto se tomaran en secreto, tal vez para que quedara testimonio histórico de su gestión.

El escándalo hizo que, en mayo de 1973, un comité del Senado sobre Actividades de Campaña Presidencial, presidido por San Erwin, abriera una serie de sesiones televisadas. En una de ellas, un ex asesor legal de la Casa Blanca y de Nixon, John Dean, reveló que el asalto a Watergate había sido aprobado por el entonces fiscal general, John Mitchell, con el conocimiento de dos estrechos colaboradores del presidente: John Ehrlichman y Harry R. Haldeman. La pregunta era ¿cuánto sabía Nixon? Lo sabía todo.

La investigación de Woodward y Bernstein contó con la colaboración de una fuente secreta a la que los periodistas llamaron “Garganta Profunda”. Treinta años después, el propio “Garganta Profunda” admitió haber sido quien había sido: era Michael Felt, número dos del FBI en esos años. Woodward y Bernstein descubrieron también que había otra cinta clave en el caso, que contenía un fragmento de dieciocho minutos que había sido borrado. La secretaria de Nixon, Rose Marie Woods, admitió haberlo hecho por error y tuvo que asumir una postura física imposible cuando la justicia le preguntó cómo había hecho para borrar por error esa cinta clave. La sensación era que lo había hecho el propio Nixon, que era quien tenía acceso a las cintas y conocía su contenido.

Nixon, el 9 de agosto, tras su renuncia, aborda un helicoptero en la Casa Blanca AP
Nixon, el 9 de agosto, tras su renuncia, aborda un helicoptero en la Casa Blanca AP

Ahora, en la mañana del 8 de agosto y después de su frugal desayuno, Nixon caminó desde su residencia privada, a través del Rose Garden, el célebre Jardín de las Rosas de la Casa Blanca, hasta su despacho, el también legendario Oval Office, Oficina Oval. Decidió que no iba a recibir ninguna comunicación telefónica y las derivó a su secretaria, la fiel Rose Marie Woods. Lo hizo incluso con un llamado del pastor evangélico y bautista Billy Graham, conocido como “el pastor de los presidentes”, célebre por sus sermones televisados, que se consideraba amigo personal de Nixon.

La calma que rodeaba los movimientos del presidente, al menos la calma aparente, no coincidía con el clima que rodeaba a la Casa Blanca. El general Alexander Haig, jefe de personal de Nixon, que años después, en 1982, ejercería como falso mediador durante la Guerra de Malvinas entre Argentina y Gran Bretaña, había llegado antes de que Nixon despertara. Libraba una última batalla para evitar la renuncia del Presidente. Era una batalla perdida. El general estaba convencido de que Nixon no debía ser procesado: ni Nixon, ni el país podían soportar esa pesada carga, afirmaba. La tarde del 7 de agosto, previa a la borrachera con Kissinger, borrachera unilateral justo es decirlo, Nixon había deslizado ante Haig la posibilidad de suicidarse. “Yo sé cómo arreglan esto los militares. Siempre tienen a mano una pistola. Pero yo no tengo una pistola”. Haig temía una decisión extrema del presidente, pero Fred Buzhardt, consejero de la Casa Blanca para Watergate, pensaba lo contrario: “Nixon no es de los tipos que se suicidan”, aventuró con certeza. Buzhardt no era un personaje menor: era uno de los abogados de Nixon a quien el Presidente, hacía menos de quince días, le había pedido que volviera a escuchar la famosa cinta del 23 de junio de 1972. Buzhardt la conocía de memoria. La había escuchado ya en 1973, sabía que era un documento condenatorio y ese año había viajado a Miami para intentar convencer a Nixon de que debía renunciar. Fue en vano. Repitió sus argumentos ante Haig quien, dispuesto a rendirse ante la batalla perdida, empezó a debatir la posibilidad de un perdón institucional hacia el presidente. Nixon fue en efecto perdonado por el gobierno de Gerald Ford apenas treinta y un días después de su renuncia. Todos ignoraban lo que pensaba Kissinger del caso y del propio Nixon, pensamiento que aquel hombre que podía ser cualquier cosa menos piadoso, reveló años después: “Aunque el Watergate no se hubiera producido, las cintas habrían dañado seriamente la reputación de Nixon (…) Si las cintas hubieran salido a la luz después de su fallecimiento, Nixon habría conseguido la extraordinaria proeza de suicidarse después de su propia muerte”.

En medio del fragor de la Casa Blanca, a las diez de la mañana Nixon hizo llamar a su peluquero, Milton Pitts, que llegó quince minutos después de la mano de un agente secreto al pequeño recinto de la Casa Blanca que servía de peluquería. El presidente y su peluquero quedaron solos. “Lo de siempre, Milton –dijo Nixon– Espero no estés enojado por todas estas noticias”. “No, señor”, le contestó Pitts. “Bueno, –le dijo Nixon– Hemos cometido algunos errores, pero hemos hecho un montón de cosas bien también. Me gustaría darte las gracias por tu servicio en todos estos años.” Un poco emocionado, Pitts le contestó: “Ha sido un placer trabajar para usted, señor. Y creo que usted ha sido un gran Presidente”. “Sos muy amable, por favor, dale mis saludos a la señora Pitt”. El peluquero de Nixon estaba ahora conmovido. Y triste. Recordó que el Presidente siempre se había acordado de su mujer, que le había escrito una bella carta después de una operación de cáncer y que había invitado a la pareja varias veces a las recepciones de la Casa Blanca. Pitt se tomó un par de minutos para recuperar el aliento y se marchó de inmediato para atender a su segundo cliente del día: Kissinger.

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