En la obra El burgués gentilhombre, de Molière, el personaje Monsieur Jourdain, al aprender sobre los tipos de lenguaje, exclama sorprendido: “Hace más de 40 años que hablo en prosa sin saberlo”. Algo parecido nos pasa a los argentinos que hace más de 40 años, sin ponerle un nombre, vivimos en el bimonetarismo. Es casi natural cuando vamos a un restaurante o compramos una remera que pasemos los precios a dólares para ver si es caro o barato. Y no hay duda de que cuando miramos nuestros ahorros y tomamos decisiones de inversión lo pensamos y hacemos en dólares. Vivir con dos monedas es algo natural y conocido, y los economistas le pusimos un nombre al fenómeno: bimonetarismo.
No todas las economías son bimonetarias. En la Argentina su aparición fue el resultado de décadas de alta inflación, que se agudizó durante las hiperinflaciones de los años ochenta, cuando el peso dejó de cumplir la función de unidad de cuenta, o sea, de referencia para comparar precios. Durante esos años, la única manera de hacerlo era usar el dólar.
Ahora, el término que está de moda es competencia de monedas, que no es otra cosa que elegir si se prefiere el peso o el dólar dentro de una economía bimonetaria. Eso tampoco es nuevo, porque a lo largo de los años hemos cambiado nuestra preferencia por una moneda u otra dependiendo de la tasa de inflación y de cuánto rendían las inversiones en pesos y en dólares. El famoso carry trade no es otra cosa que apostar al peso con la expectativa de que, invirtiendo en esa moneda, uno va a obtener un rendimiento más alto y terminar con más dólares de lo que conseguiría simplemente manteniendo los billetes estadounidenses.
El término competencia de monedas la puso de moda este Gobierno, que ante la frustración de no poder dolarizar porque no había dólares en el Banco Central, pensó que darle a la gente la posibilidad de elegir la moneda que prefiriera para hacer transacciones y ahorrar iba a llevar a que se incline por el dólar. De esa manera, la dolarización se iba a dar sola.
Pero la realidad nos da sorpresas y, curiosamente, en 2024 la competencia de monedas la ganó por varios cuerpos el peso, ya que obtuvo un rendimiento en dólares cercano al 50%. Como pinta la cosa, con una devaluación esperada del 1% mensual y tasas de interés del orden del 30% anual, el peso volverá a ser el ganador en 2025; por lo menos hasta las elecciones de octubre.
Pero, más allá de quién gane la competencia, lo importante es entender cómo funciona una economía bimonetaria, si le hace más fácil la vida a la gente, si ayuda a bajar la inflación y en qué se diferencia de una dolarización lisa y llana.
La posibilidad de mostrar los precios en pesos y en dólares en sí mismo es razonable. De hecho, las medidas recientes que anunció el Banco Central para que se muestren los precios en pesos y en dólares y facilitar los pagos en dólares usando las tarjetas de débito o los QR que se utilizan en Mercado Pago o en Modo, ayudan al buen funcionamiento del bimonetarismo.
Sin embargo, resulta curioso que, al mismo tiempo que se facilita el uso del dólar en la economía, se mantienen las restricciones para comprar dólares. Una “competencia de monedas” con cepo es una contradicción en sí misma. Cómo es posible que compitan dos monedas si no hay libertad para convertir una en la otra y cuando se mantienen múltiples tipos de cambio. Cuando un negocio anuncie un precio en dólares, ¿a que tipo de cambio lo convertirá? ¿Será al oficial, al libre (que en principio no es legal), al MEP, al contado con liquidación o a un promedio de alguno de estos? Este esquema de competencia de monedas con cepo muestra inconsistencias que sólo se resolverán cuando se unifique el tipo de cambio y haya libertad para operar en el mercado cambiario.
Dejando de lado estos “tecnicismos”, debemos preguntarnos qué podemos esperar de una economía bimonetaria. Ya hablamos de que la posibilidad de elegir es sin duda buena: poder ir al dólar cuando pensemos que va a haber inflación y de esa forma protegernos, o pasarnos a pesos cuando vemos que las tasas de interés en la moneda local son más tentadoras. Pero el bimonetarismo en sí mismo no es un sistema pensado para bajar la inflación; por el contrario, es un régimen que surge para sobrevivir en economías que tienen o han tenido alta inflación.
La convertibilidad sí fue una política antiinflacionaria y se implementó en un entorno de bimonetarismo en el que se usaban casi indistintamente el peso y el dólar; años en los cuales hubo tasas de inflación muy bajas. La clave para el éxito durante esos años fue el famoso “un peso, un dólar”, el tipo de cambio era súper fijo y una devaluación era impensada. Eso fue posible porque había una política monetaria clara que se cumplió a rajatabla: emitir sólo cuando el Banco Central comprara dólares, lo que en general ocurría debido a que aumentaba la demanda de dinero.
En otras palabras, la clave para tener una moneda estable y baja inflación fue contar con un Banco Central independiente, con un mandato antiinflacionario claro y una política monetaria/cambiaria creíble. Es cierto que la estabilidad se dio en un régimen bimonetario, pero ese régimen no fue la razón por la que bajó la inflación.
La dolarización, a diferencia del bimonetarismo, es un régimen en el que sólo circularía el dólar y en el que el peso desaparece. Sin pesos no hay inflación y, por lo tanto, es una forma de erradicarla. Si bien la dolarización suena atractiva y puede ser un recurso de última instancia, hoy es inviable porque no hay dólares para poder comprar todos los pesos que hay en circulación. Además, como se ha discutido largamente en la campaña electoral, la dolarización tiene riesgos, muchos de los cuales se evidenciaron en el fin de la convertibilidad. En particular, tiene limitaciones para poder responder a shocks externos desfavorables y la falta de un prestamista de última instancia implica riesgos para los depositantes.
La pregunta entonces sería, si la Argentina no va a una dolarización y el peso y el dólar siguen conviviendo, ¿que políticas económicas se pueden usar para seguir bajando la inflación? Un primer paso, que el Gobierno lo está siguiendo a rajatabla, es mantener el equilibrio fiscal, porque si hay déficit va a haber emisión monetaria no deseada, que genera inflación.
Un segundo paso es tener una política monetaria y cambiaria que tenga como objetivo la estabilidad de la moneda. No hace falta cerrar el Banco Central, lo que hace falta es darle un mandato claro y darle independencia del poder político para que pueda llevarlo adelante.
Obviamente que el Banco Central será el responsable de elegir la política monetaria y cambiaria más adecuada para bajar la inflación. Hoy, en gran medida, esa política se basa en fijar una depreciación del tipo de cambio oficial dentro de un marco en el que hay controles cambiarios. En el futuro es casi un hecho que el cepo se va a eliminar y se va a ir a un régimen cambiario mucho más libre, en el que, si hubiera algunos controles, seguramente estarían orientados a evitar movimientos especulativos de corto plazo. Pero, sin cepo, la política monetaria y cambiaria será más desafiante y será fundamental decidir si el tipo de cambio se manejará dentro de un régimen de flotación sucia, de banda cambiaria o si se sigue con un crawling peg.
Para concluir, algunas cosas quedan claras. El bimonetarismo está para quedarse, pero por sí solo no baja la inflación. La competencia de monedas no es más que una característica de las economías bimonetarias. Facilitar el uso del dólar (sin llegar a dolarizar) es bueno, puede ayudar a reactivar la economía, pero no baja la inflación. Mientras haya pesos hará falta que el Banco Central diseñe una política monetaria y cambiaria para bajarla en línea con lo que se hace en el mundo. Y para que sea creíble y se mantenga en el tiempo, el Banco Central debería ser independiente del poder político de turno.
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